CAJA POLÍTICA| El último silbido… Por Yamir de Jesús Valdez.-

Por más de setenta años, bastaba caminar por el centro de Los Mochis para saber que todo seguía en orden: ahí estaba Don Luis, sentado en su banco de siempre, a la entrada del local “Ropa y Novedades Tere”, silbando con maestría, anunciando con voz firme y rítmica su mercancía: “¡Cintos, corbatas, moños, pantalones… vas a querer, pasa!”

Ayer murió Don Luis Santana Tolentino. Tenía 97 años. Y con su partida no se va solamente un comerciante longevo, sino una parte entrañable de la identidad mochitense. Porque “El Chiflador” —como lo conocía todo el mundo— fue mucho más que un vendedor ambulante; fue un personaje cotidiano, un emblema viviente, un referente afectivo de una ciudad que, sin saberlo, lleva décadas perdiendo poco a poco a sus protagonistas más auténticos.

La muerte de Don Luis duele no solo por lo que él fue, sino por lo que su figura representaba: constancia, humildad y alegría. Era de esos que, sin pretensiones, construyen comunidad. En un país donde el comercio informal suele ser invisibilizado o estigmatizado, él dignificó su lugar en el mundo a través del trabajo diario y la cercanía con la gente. Nunca se victimizó, nunca pidió nada más que la oportunidad de seguir ahí, ofreciendo su mercancía con ese silbido que era al mismo tiempo saludo, promesa de buen trato y señal de que uno había llegado al corazón de la ciudad.

¿Quién era Don Luis? Muchos no sabían su nombre completo. No importaba. Todos sabían quién era El Chiflador. No se necesita fama nacional para ser inmortal. Algunos logran trascender al plano de la cultura popular por el simple hecho de estar presentes, de permanecer, de hacerse parte del paisaje urbano como una banca, un farol, una ceiba. Pero con alma. Con sonrisa. Con memoria.

En el caso de Don Luis, la historia fue aún más generosa. Fue inmortalizado por el músico mochitense Beto Piteado en la canción “Cintos para los cholos”, donde su figura aparece al lado de otras leyendas locales como La Güera Peso o Don Cejas. No por su riqueza ni por su poder político. Por su autenticidad. Por ser uno de esos personajes que hacen ciudad, que construyen identidad colectiva sin discursos ni oficinas.

Porque eso fue él: un símbolo urbano de resistencia cotidiana. Y si hay algo que Los Mochis ha ido perdiendo con los años —al calor del crecimiento desordenado, de los fraccionamientos cerrados, del tráfico impersonal— es esa capacidad de reconocerse en sus propios rostros. Don Luis era uno de esos rostros. De los últimos.

En su silbido no había sofisticación, pero sí arte. En su forma de vender no había estrategia de marketing, pero sí eficacia. Y en su trato no había protocolos, pero sí respeto. Hablamos de un hombre que supo, sin escuela de negocios ni redes sociales, crear un vínculo emocional con su clientela, convertir un oficio simple en una insignia de vida. A su modo, Don Luis fue un pedagogo del trato humano. Como diría el filósofo portugués José Saramago: “No nos damos cuenta de que lo cotidiano también es extraordinario.” Eso fue El Chiflador: lo extraordinario hecho costumbre.

Al perderlo, también se esfuma una parte del centro tradicional, que sobrevive a duras penas. Las nuevas generaciones tal vez no entiendan la importancia de estos personajes que no aparecen en las noticias, pero que son recordados con más cariño que muchos alcaldes y legisladores. Porque marcan la vida diaria. Porque dejan huella en el corazón de quienes caminan por ahí, no por sus discursos, sino por sus gestos.

Don Luis no buscó nunca un monumento. Pero su legado lo convierte en parte de la historia viva de Los Mochis. Es aquí donde el gobierno municipal y estatal deberían reflexionar sobre lo que verdaderamente forma el tejido social. Porque sí, necesitamos obras de infraestructura, sí, necesitamos inversiones. Pero también necesitamos cuidar la memoria y honrar a quienes le dieron rostro humano a nuestras calles.

Ojalá que su banco no quede vacío. O que al menos, en una pequeña placa, se reconozca que ahí estuvo sentado un hombre que —a su manera— fue maestro, amigo, vendedor, y leyenda.

Y si no lo hace ninguna autoridad, la memoria popular se encargará de que su nombre no se borre. Porque la historia no la escriben sólo los grandes próceres, sino también los hombres comunes que lograron ser extraordinarios sin darse cuenta. El Chiflador era uno de ellos.

A Don Luis se lo llevó la edad, pero su último silbido seguirá resonando entre los pasillos del centro, en el eco de quienes aún creemos que la ciudad también se construye con afecto.

Descansa en paz.

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