Ayer fui a ver a mi madre. No lo tenía planeado; simplemente pasé cerca y pensé que debía llegar un momento. Siempre hay pretextos tontos para no hacerlo, el trabajo, el cansancio, las vueltas de la vida, pero ayer algo dentro de mí me empujó. Quizás era culpa o tal vez simple intuición. Y llegué.
La encontré en casa, tranquila, con esa serenidad que da el tiempo. Pero bastó mirarla unos segundos para darme cuenta de algo que me dolió, el tiempo pasó sin que yo me diera cuenta. La vejez la alcanzó. Y en ese instante supe que también me alcanzaba a mí.
No fue una sorpresa repentina, fue más bien una revelación silenciosa. Esas cosas que no notas de golpe, pero que te caen encima como una ola cuando por fin las miras de frente. Su voz es la misma, su cariño intacto, pero hay una fragilidad nueva en su andar, una pausa distinta en su mirada, una calma que antes no estaba.
Y ahí entendí que uno vive creyendo que el tiempo es generoso, que siempre habrá un mañana para pasar a verla, para quedarse un rato, para decirle lo mucho que la quiere. Pero el tiempo no espera. Y sin avisar, nos cambia las prioridades, nos envejece los afectos, nos llena de excusas.
Durante años fue ella quien corría, quien no se cansaba, quien estaba lista a cualquier hora. Hoy los papeles se invierten, somos nosotros quienes debemos cuidar, acompañar, tener paciencia. Pero a veces no lo entendemos, porque en nuestra cabeza siguen siendo las mismas, esas mujeres fuertes que podían con todo.
Ver a una madre envejecer es una de las lecciones más duras de la vida. Es como mirar de cerca la fragilidad del amor, esa verdad que nos cuesta aceptar, que nada ni nadie es eterno. Sin embargo, también hay una belleza profunda en esa etapa. La vejez en una madre es la prueba de una vida bien vivida, llena de entrega, de batallas silenciosas y de amor sin medida.
Mientras la escuchaba hablar, recordé escenas de antes, ella apurada, llamándonos a comer, su voz fuerte, su paso rápido, su risa amplia. Y ahora, verla más callada, más pausada, me llenó de ternura y de nostalgia al mismo tiempo. Me sentí culpable por las veces que no fui, por las llamadas que no hice, por haber dejado que la vida me distrajera de lo esencial.
Porque uno se pasa la vida corriendo detrás de cosas que al final no pesan nada. Y un día, al detenerse, descubre que lo verdaderamente importante siempre estuvo ahí, una madre esperando con paciencia, con amor, con esa fe infinita que solo ellas conocen.
Ayer, sin querer, me regalé uno de esos momentos que valen más que mil días ocupados. Me senté con ella, la escuché, la abracé. Y mientras hablábamos de cosas simples, me di cuenta de que lo más grande de la vida está en lo cotidiano, en llegar sin motivo, en estar sin prisa, en acompañar sin palabras.
No sé si fue la nostalgia o el amor, pero salí de ahí con el corazón apretado. Pensando que cada visita puede ser la última que tenga ese brillo, esa voz, esa presencia. Por eso hay que hacerlo más seguido. No esperar a tener tiempo, porque el tiempo nunca sobra.
Ayer entendí que el amor de una madre no envejece, solo cambia de rostro. Que la vejez no le quita nada, al contrario, la vuelve más sabia, más tierna, más profunda. Y que verla así, con sus canas, su risa tranquila y su mirada llena de historia, es un recordatorio de que la vida pasa, pero el amor verdadero permanece.
Así que, si hoy estás cerca, no busques pretextos. Llega. Aunque sea tantito. Porque esas visitas sin motivo son las que más se quedan en el alma.
Todo esto, según yo, el Goyo310, o el Chino, como de cariño me dice la Marilú, mi madre.