En voz del rector de la UAS, Jesús Madueña Molina, se escuchó con toda claridad una frase que debería sacudir a quienes aún creen que las universidades públicas tienen futuro asegurado: “En tres o cuatro años ya no va a ser posible que las universidades funcionen si no se toma de frente el problema”. La advertencia no es menor. Fue pronunciada en sesión del Honorable Consejo Universitario del pasado 27 de junio y hace eco a lo que ha expresado en distintas reuniones el Subsecretario de Educación Superior de la SEP, Ricardo Villanueva: el colapso financiero de las universidades públicas es inminente si no se toman medidas urgentes.
La situación no es exclusiva de la UAS. El problema es estructural y nacional. Las universidades públicas mexicanas viven, desde hace años, una lenta asfixia presupuestal. Y mientras el discurso oficial presume cobertura ampliada, nuevos campus y más oportunidades para jóvenes, las cifras cuentan otra historia: recursos federales que no crecen, matrículas que sí lo hacen, prestaciones que se acumulan sin respaldo y un modelo de financiamiento que castiga en lugar de premiar a las instituciones que más hacen con menos.
El caso de la UAS ilustra este callejón sin salida. Se enfrenta, como otras instituciones hermanas, a la paradoja de mantener una oferta educativa amplia y gratuita, cumplir con estándares de calidad y al mismo tiempo sostener plantillas de personal activo y jubilado con recursos cada vez más insuficientes. Las universidades no pueden cobrar colegiaturas, no pueden recortar de tajo a su personal —ni deben— y tampoco pueden generar ingresos extraordinarios sin comprometer su misión. ¿Entonces qué pueden hacer?
Lo que está en juego no es simplemente la operación administrativa. Es la viabilidad misma de las universidades públicas como espacios de desarrollo, pensamiento y movilidad social. Por eso el rector Madueña ha llamado a su comunidad a reflexionar con autocrítica y responsabilidad, a diseñar estrategias que den proyección futura, que garanticen el funcionamiento de la institución y que blinden lo más valioso: sus actividades sustantivas —docencia, investigación y extensión— y la estabilidad de su personal.
Es necesario decirlo sin adornos: las universidades están pagando los costos de un modelo agotado. Un modelo que descansa en subsidios etiquetados, en promesas de ampliación sin respaldo real, y en una lógica política que prefiere transferencias directas —como los programas sociales— antes que inversión estructural en educación superior. En los hechos, lo que el Estado ha hecho es delegar la responsabilidad financiera a las universidades, pero sin darles herramientas ni autonomía financiera real para responder.
Según datos de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), al cierre de 2024 al menos 11 universidades públicas estatales enfrentaban un déficit superior al 15% de su presupuesto anual, y varias de ellas tuvieron que recurrir a créditos o negociaciones de emergencia para pagar aguinaldos y sueldos. En ese mismo año, el presupuesto federal para educación superior tuvo apenas un crecimiento marginal del 2.2%, muy por debajo de la inflación.
Esta lógica asfixiante lleva a las universidades a escenarios cada vez más estrechos: o despiden personal, o recortan programas, o se endeudan, o colapsan. En todos los casos, la consecuencia es la misma: estudiantes con menos oportunidades, profesores precarizados, proyectos de investigación congelados y una creciente distancia entre el discurso y la realidad.
El problema de fondo es político. No se trata solo de pesos y centavos, sino de decisiones sobre el modelo de país que queremos. ¿Se va a seguir debilitando a las universidades públicas mientras se refuerzan otros programas sin mecanismos claros de evaluación? ¿Va a seguirse usando el argumento de la corrupción para justificar el desmantelamiento, en lugar de apostar por auditorías rigurosas y transparencia sin cortapisas?
Paulo Freire, el gran filósofo de la pedagogía crítica, afirmaba que “la educación no es neutra, es un acto político”. Y hoy más que nunca, defender a las universidades públicas es también una acción política, pero no partidista: política en el sentido profundo de defender lo común, lo que permite imaginar un futuro distinto.
El llamado del rector Madueña merece atención. No solo porque advierte lo que viene, sino porque asume que el problema no se resolverá desde el escritorio de la SEP, sino desde el trabajo conjunto y autocrítico de las comunidades universitarias. “Revisemos el tema”, dijo, y eso implica abrir los libros, evaluar cargas administrativas, analizar estructuras operativas, transparentar decisiones, reordenar prioridades y, si hace falta, renunciar a inercias que ya no sirven.
En Sinaloa, la UAS representa uno de los principales motores educativos, científicos y culturales del estado. Pero si el actual modelo presupuestal continúa sin reformas, no habrá rector, sindicato o reforma estatutaria que la salve de una crisis profunda. Y si eso ocurre, el golpe será para todo el estado: para su economía, para su juventud, para su futuro.
La autonomía universitaria —tan invocada en discursos y desplegados— también implica la responsabilidad de no cerrar los ojos ante el abismo financiero. Hoy, defender a la universidad no es levantar pancartas, sino construir acuerdos internos, exigir soluciones externas y planear con visión a largo plazo. Porque si el sistema colapsa, no será por culpa de un gobierno en particular, sino por la omisión acumulada de todos.
La cuenta regresiva ya comenzó. Y el reloj no perdona.