CAJA POLÍTICA| Noroña: Espejismo de austeridad… Por Yamir de Jesús Valdez.

Gerardo Fernández Noroña siempre se presentó como el paladín de la austeridad, el dirigente sin lujos, el político que, a diferencia de “los de antes”, caminaba entre la gente con la ropa arrugada y el discurso incendiario. Era, o al menos eso parecía, el rostro más rudo del oficialismo contra la élite política y económica del país. Hoy, en cambio, la noticia de su residencia en Tepoztlán, valuada en más de 12 millones de pesos, lo coloca justo en el lugar que durante años juró combatir: el de la incongruencia.

En conferencia de prensa, el presidente del Senado intentó explicar lo inexplicable. Aseguró que la adquisición se hizo a crédito, que proviene de sus ingresos como senador y de lo que obtiene en su canal de YouTube. Nadie, dice, le ha regalado nada, mucho menos un grupo criminal. Tiene razón en algo: la presunción de inocencia es principio básico del derecho. Pero la discusión no es jurídica, sino política y ética. Porque cuando el propio discurso de la Cuarta Transformación se erige sobre la austeridad republicana como principio rector, la exhibición de un patrimonio de lujo se convierte en contradicción flagrante.

El problema no son las matemáticas —que ya de por sí resultan forzadas con un ingreso neto de 131 mil pesos mensuales y una hipoteca que difícilmente podría sostener sin ahogarse—, sino la credibilidad. En abril había negado la compra. La residencia, dijo entonces, era rentada. Hoy confirma que la adquirió en noviembre de 2024. Lo que antes era alquiler, ahora es propiedad. Lo que antes era austeridad, hoy es ostentación. No se trata de si la puede pagar, sino de por qué mintió. Y esa mentira, más que la hipoteca, es la que lo va a perseguir.

Quien ha hecho de la palabra su principal instrumento político sabe que el doble discurso tiene consecuencias más severas que una tasa de interés bancaria. Cuando se desdibuja la línea entre lo que se afirma en tribuna y lo que se plasma en una declaración patrimonial, lo que queda en entredicho no es el monto de la casa, sino el valor de la palabra empeñada. Y en política, como en el derecho, la palabra es contrato. Romperlo implica perder la confianza, y sin confianza no hay liderazgo posible.

Lo más fácil sería atribuir las críticas a un “montaje” o a un “golpe de la derecha”. Esta vez, sin embargo, no hay complots ni filtraciones: es su propia voz la que confirma la compra. Es su propia declaración patrimonial la que lo contradice. En estricto sentido, se incrimina a sí mismo. Y, por eso, resulta inútil arremeter contra la oposición llamándola “traidora a la patria” o recordando propuestas estridentes de personajes como Lilly Téllez. Lo que está en juego no es la oposición, sino él mismo.

La austeridad, en el plano personal, puede ser una decisión libre. Nadie está obligado a vivir en la modestia absoluta. Sin embargo, cuando se es representante de un proyecto político que ha hecho de la austeridad su bandera, el terreno deja de ser privado. Lo personal se convierte en público. En ese marco, la compra de la residencia en Tepoztlán no es un asunto doméstico, sino un golpe al discurso colectivo de un movimiento que insiste en marcar distancia con los excesos del pasado.

En lo jurídico, Fernández Noroña no parece tener problema alguno: su patrimonio está declarado y no hay hasta ahora un indicio de ilícito. Pero la política no se rige por la sola legalidad; exige legitimidad. Y ahí está el verdadero daño: en la erosión de la autoridad moral. El político que acusa a los demás de vivir en la opulencia no puede explicarse a sí mismo en los mismos términos. La incongruencia suele ser más letal que la corrupción, porque quiebra el relato y desarma al militante.

Surge entonces una pregunta inevitable: ¿le cerrará Morena la puerta? Porque en el PT, su casa política original, ya se la cerró solito. Con un pie fuera del partido que lo cobijó, y con su credibilidad en entredicho dentro del movimiento que lo llevó a la presidencia del Senado, Fernández Noroña se enfrenta a la soledad política más dura: la del desencanto de quienes antes lo aplaudían.

En un país cansado de simulaciones, la imagen de un dirigente que se predica austero mientras habita una residencia de lujo no es solo un asunto de coherencia, sino de confianza pública. Y la confianza, como bien sabemos los abogados, es un bien intangible que una vez roto no admite fácil reparación.

De aquella figura aguerrida, que se ufanaba de andar en transporte público y de denunciar a los “ricos de siempre”, queda un político atrapado en su propio espejo. La casa en Tepoztlán es, más que una propiedad, el símbolo de un fracaso discursivo.

Lo que decepciona no es que Fernández Noroña haya comprado una casa —cualquier persona tiene derecho a mejorar sus condiciones de vida—, sino que lo haya hecho contradiciendo de manera frontal el principio que más ha pregonado. Y en ese gesto, quizá sin darse cuenta, terminó derrumbando la única diferencia que lo mantenía a salvo del cinismo que tanto denunció: la congruencia.

Al final, lo que se desploma no es la compra de la casa en Tepoztlán, sino la fachada política de Fernández Noroña. Con que facilidad derrumbó años de discurso. Lo que presumía como convicción era apenas pose, lo que gritaba como verdad era simple impostura. El senador puede seguir justificando sus cuentas, pero ya no podrá justificar su mentira. Y esa deuda —la de la congruencia rota— no la cubrirá con ningún ingreso de YouTube ni con la dieta más generosa del Senado.

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