Termina una era de la Corte. Ayer el Pleno sesionó por última vez con la integración que conocimos durante tres décadas, y el próximo 1 de septiembre se sentará una nueva composición, resultado del proceso electoral de junio. Lo que en otros tiempos habría parecido un giro improbable hoy es un hecho consumado. La historia institucional no se detiene y el Poder Judicial mexicano inicia un experimento de grandes consecuencias.
No estamos frente a un simple cambio de sillas. La reforma judicial alteró el mecanismo de llegada, el tamaño del órgano y la lógica de incentivos. Los nuevos ministros fueron elegidos por voto popular y el tribunal pasó de once a nueve integrantes, con periodos y reglas de funcionamiento rediseñadas. La promesa oficial es acercar la justicia a la ciudadanía y someter a escrutinio a quienes resuelven lo más delicado de la vida pública. La duda razonable es si la política partidista no se colará por la misma puerta por la que se fue la opacidad. El reloj ya corre y la verificación no será retórica, sino jurisprudencial.
Norma Piña se despidió con una frase que vale como estándar. Afirmó que la sociedad y la historia juzgarán a quienes han juzgado, no por aplausos ni descalificaciones, sino por la calidad de las sentencias. La frase es pertinente para ambas orillas de la discusión. Ni la demonización automática de los jueces, ni la autocomplacencia de los propios jueces resisten el escrutinio del precedente y del impacto real en derechos. Que el nuevo tribunal haga de ese criterio su brújula sería la mejor herencia de una presidencia disputada, pero consciente del peso de sus decisiones.
También hubo despedidas con pólvora. Ministros salientes hablaron de infundios y calumnias, y aseguraron retirarse con la dignidad intacta. Entre expresiones de orgullo gremial y reproches al clima político, quedó claro que no sólo cambió la Corte, también cambió el ecosistema de legitimidad que la rodea. La crítica pública es sana cuando exige resultados y transparencia. Se vuelve corrosiva cuando niega de origen la función contramayoritaria del tribunal o cuando insinúa que toda decisión incómoda es producto de privilegios. Ambos excesos empobrecen la conversación democrática.
El relevo tiene un rostro que simboliza expectativas y temores. Hugo Aguilar, abogado mixteco, asumirá la presidencia del máximo tribunal. La señal de inclusión importa, sobre todo si se traduce en un compromiso sostenido con comunidades históricamente relegadas y con la defensa de derechos que a menudo incomodan al poder. La narrativa de origen, por sí sola, no mejora la justicia. Lo harán, si acaso, las mayorías formadas en el Pleno, la solidez de los votos concurrentes y disidentes, y la coherencia para sostener límites al Ejecutivo y al Legislativo cuando toque sostenerlos.
El primer examen llegará pronto. Sigue pendiente la discusión de la prisión preventiva oficiosa, un punto donde chocan la inercia punitiva y los estándares interamericanos. Allí veremos si la nueva Corte decide con Constitución en mano o con termómetro político. Vendrán además controversias sobre federalismo fiscal, energía y seguridad pública, frentes donde se juega la calidad del Estado de derecho y la certidumbre para invertir, producir y vivir sin arbitrariedad. Cada resolución contará más que cualquier discurso de inauguración.
Desde Sinaloa conviene decirlo sin adornos. Una Corte independiente se nota en la vida cotidiana. Define márgenes para que el campo y la agroindustria no naufraguen en reglas caprichosas, para que los estados no queden indefensos ante recortes discrecionales y para que la seguridad pública no se convierta en un cheque en blanco. Un tribunal capturado se siente en el recibo de luz, en el costo del crédito y en la indefensión de las víctimas. Tenemos, por tanto, motivos de sobra para exigir una Corte que incomode a todos y que rinda cuentas a través de razones públicas.
No me apunto al fatalismo ni al aplauso automático. La Cuarta Transformación quiso y pudo rediseñar el Poder Judicial, y lo hizo con los votos suficientes. La responsabilidad que sigue es demostrar que el rediseño no busca domesticar al juez incómodo, sino mejorar el acceso a la justicia y la calidad de las resoluciones. La responsabilidad del nuevo Pleno es mayor todavía. Deberá probar, caso por caso, que no es una extensión del partido gobernante ni un bloque de consigna, sino un tribunal constitucional que honra la idea de límite. La legitimidad democrática de origen no sustituye la independencia de ejercicio.
Cierro con una certeza y una esperanza. La certeza es que el tiempo pondrá a prueba a esta nueva Corte más rápido de lo que muchos imaginan. La esperanza es que, a pesar del ruido, el peso de la Constitución, la técnica jurídica y el control social informado terminen imponiéndose sobre el cálculo coyuntural. Es lo que hay, sí. Falta ver si es, también, lo que necesitamos. Y eso se lee en las sentencias, no en la ceremonia.