Con 351 votos a favor y 124 en contra, la Cámara de Diputados aprobó en periodo extraordinario la nueva Ley de la Guardia Nacional, así como reformas a ocho leyes más que consolidan la incorporación de esta corporación a la Secretaría de la Defensa Nacional. A pesar del rechazo del PAN, PRI y MC, la iniciativa de la presidenta Claudia Sheinbaum fue avalada y ya se encuentra en manos del Senado.
La decisión no es menor. Con esta reforma, la Guardia Nacional queda integrada por completo por personal militar, y se le otorgan nuevas facultades que extienden su campo de acción más allá de las calles: ahora podrán intervenir comunicaciones privadas, acceder a datos de geolocalización en tiempo real, infiltrar redes sociales, hacer operaciones encubiertas y recopilar información en espacios públicos. Además, tendrán a su cargo la vigilancia de aduanas, parques nacionales, fronteras, zonas urbanas federales y la protección de recursos naturales.
A esta suma de poderes se agrega una medida preocupante: se permitirá que militares activos puedan desempeñar cargos de elección popular o ser funcionarios de gobierno con una “licencia especial” otorgada por el Ejecutivo Federal o la Sedena. No estamos frente a un simple rediseño administrativo, como insisten en decir quienes defienden la reforma. Estamos, como advirtió la diputada Laura Ballesteros, ante “una reforma que consolida la militarización de la seguridad pública del país, y no solo eso, consolida la militarización de la vida pública de México”.
Lo más grave es que este viraje contraviene de forma directa una de las promesas centrales del proyecto político de la Cuarta Transformación: regresar al Ejército a sus cuarteles. Fue una de las banderas de campaña de Andrés Manuel López Obrador en 2018, cuando acusaba a gobiernos anteriores de abusar del poder militar. Hoy, siete años después, no solo no se les ha retirado de las calles: se les ha entregado todo. Controlan las aduanas, los puertos, la construcción del Tren Maya, el nuevo aeropuerto, el reparto de medicamentos y hasta bancos del bienestar. Y ahora, también las tareas de inteligencia, vigilancia digital y participación política.
Más allá del tecnicismo jurídico, lo que se está configurando es un nuevo modelo de relación entre ciudadanos y Estado. Uno donde la lógica del poder armado comienza a sustituir la lógica del poder civil. Donde la vigilancia, la inteligencia y el uso de la fuerza son colocados como instrumentos normales del gobierno. Es la militarización no solo del territorio, sino de las instituciones y del sentido común.
Quienes advierten de este fenómeno no hablan al vacío. La experiencia reciente en países de América Latina demuestra que el empoderamiento militar sin contrapesos termina debilitando los sistemas democráticos. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, al interpretar el artículo 27 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos —conocido como Pacto de San José— ha sido clara: la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública debe ser extraordinaria, subordinada y complementaria, regulada y fiscalizada. No permanente ni sustitutiva.
La ruta que toma hoy México va en dirección contraria. Desde 2018, el despliegue militar ha crecido de forma exponencial. De acuerdo con datos oficiales, más de 130 mil elementos de la Sedena y la Marina realizan funciones civiles en todo el país. La Guardia Nacional, creada con la promesa de ser una corporación civil, ha terminado absorbida por la lógica castrense. Y con esta reforma, esa absorción se formaliza.
El discurso de la “seguridad” ha servido como justificación. Pero los resultados no respaldan la estrategia. México cerró 2024 con más de 28 mil homicidios dolosos, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. En estados altamente militarizados como Guanajuato, Michoacán o Zacatecas, la violencia no ha disminuido. La presencia del Ejército no ha frenado el avance del crimen organizado, que se adapta, infiltra y corrompe estructuras, incluso en las fuerzas armadas.
Aceptar que la solución es más Ejército es renunciar a la construcción de cuerpos policiales civiles, profesionales y confiables. Es posponer, una vez más, la reforma de fondo que necesita nuestro sistema de justicia. Es resignarnos a vivir vigilados por quien porta un arma, en lugar de ser protegidos por quien rinde cuentas.
También es abrir la puerta a una peligrosa confusión de roles: militares como funcionarios, como candidatos, como operadores políticos. Esa mezcla debilita el principio republicano de separación de poderes y rompe la neutralidad institucional que el Ejército mexicano había mantenido por décadas. No se trata de estar contra las fuerzas armadas, sino de recordar que su papel no es gobernar, sino obedecer al poder civil.
Como mexicanos, debemos preguntarnos: ¿queremos que el futuro del país se decida entre cuarteles? ¿Queremos una democracia tutelada por mandos castrenses? ¿O queremos un país donde la ley tenga más peso que el uniforme?
La historia nos advierte. La democracia se construye con instituciones civiles fuertes, no con soldados en las oficinas del gobierno. Lo que se está legislando hoy marcará el rumbo de los próximos años. Y si callamos ahora, mañana podríamos despertar en un país donde la excepción se volvió regla, y donde la libertad quedó atrapada entre botas.