En los campos agrícolas del centro y sur de California, bajo el sol inclemente y en jornadas extenuantes, miles de trabajadores mexicanos —con o sin documentos— cosechan los frutos que terminan en los supermercados de todo Estados Unidos. Esa fuerza laboral, muchas veces ignorada o criminalizada por los discursos políticos, es en realidad una de las columnas que sostienen la economía más poderosa del planeta.
Lejos de la narrativa xenófoba que los tacha de invasores o delincuentes, los trabajadores migrantes son, en su gran mayoría, personas honestas, disciplinadas, responsables. Su labor se refleja no sólo en el abasto diario de alimentos, sino también en la enorme cantidad de remesas que envían a sus familias en México. En 2024, dichas remesas superaron los 64,745 millones de dólares, marcando un nuevo récord histórico. Gran parte de ese dinero proviene de jornaleros agrícolas, obreros de la construcción, personal de limpieza y otros oficios que nuestros paisanos desempeñan con orgullo.
Pero también sostienen algo más: el equilibrio del sistema agrícola y de servicios en Estados Unidos. En particular, la agricultura ha sentido como ninguna otra industria el impacto de la política migratoria restrictiva instaurada por Donald Trump durante su presidencia. La reducción drástica en los flujos migratorios, las amenazas constantes de deportación y el clima de miedo entre comunidades latinas han generado un déficit agudo de mano de obra. Los empresarios agrícolas, tradicionalmente aliados del Partido Republicano, han comenzado a expresar su inconformidad. Las cosechas no esperan, y sin trabajadores, la productividad se desploma.
Tan fuerte ha sido el reclamo que incluso Trump, con el cinismo que lo caracteriza, ha sugerido que podría “revisar” su política migratoria. Lo hace, claro, no por convicción moral o empatía, sino por cálculo electoral. Sabe que si su retórica antiinmigrante provoca escasez de productos y aumento de precios en los supermercados, su base electoral podría resentirlo. Un suicidio político. Y no es para menos: el campo estadounidense depende, en buena medida, del sudor mexicano.
La situación se ha agudizado recientemente con operativos masivos de redadas migratorias y el despliegue de la Guardia Nacional en ciudades como Los Ángeles. En los barrios latinos se vive un ambiente de constante zozobra: niños que temen regresar de la escuela y no encontrar a sus padres, familias que prefieren encerrarse en casa antes que arriesgarse a una deportación injusta. Todo esto ocurre mientras el gobernador de California, Gavin Newsom, ha chocado frontalmente con las medidas federales, acusando a Trump y a sus aliados de promover una agenda de odio.
“California no será cómplice de esta política deshumanizante”, ha declarado Newsom, dejando clara su postura en favor de los migrantes. No se trata sólo de un enfrentamiento político, sino de dos visiones opuestas del país: una que desprecia al migrante, y otra que reconoce su valor humano y económico.
Y es que el trabajador migrante no es un número en una estadística. Es quien recoge las fresas en Watsonville, quien limpia oficinas en Houston, quien cuida a los ancianos en Nueva York o quien construye viviendas en Chicago. Es quien, con su esfuerzo, permite que otros vivan cómodamente. Es, en palabras del activista César Chávez, el alma de una nación que muchas veces olvida quién le da de comer.
Chávez, hijo de migrantes mexicanos y líder del movimiento por los derechos de los trabajadores agrícolas en Estados Unidos, entendió desde joven que la dignidad del trabajo debe defenderse. Organizó huelgas, lideró boicots, y fundó el sindicato United Farm Workers con un lema poderoso: “¡Sí se puede!”. Esa frase, que hoy se escucha en marchas y protestas, nació del campo y del anhelo de justicia de los más humildes.
La mayoría de quienes cruzan la frontera hacia el norte no lo hacen por ambición, sino por necesidad. En México, no basta echarle ganas. La precariedad del empleo, los bajos salarios, la falta de acceso a salud, vivienda o educación, condenan a millones a sobrevivir en condiciones indignas. Cuando el trabajo honesto no alcanza ni para comer, la migración se convierte en una salida forzada, no en una elección libre. En muchos casos, es la única forma de aspirar a una vida digna para quienes se quedaron.
El fenómeno migratorio nos obliga, desde México, a revisar también nuestras omisiones. Porque si millones de connacionales se han visto forzados a buscar un futuro en otro país, es porque aquí les fue negado. La falta de oportunidades, la precariedad del campo, la violencia estructural y la corrupción institucional han expulsado sistemáticamente a generaciones enteras. Celebrar las remesas como si fueran una conquista nacional sin asumir el costo humano que representan, es un autoengaño colectivo. Detrás de cada dólar enviado hay un padre ausente, una madre separada, una familia fracturada por la necesidad.
La comunidad migrante no solo sostiene la economía estadounidense: también ha aliviado las carencias del Estado mexicano. Han hecho lo que nuestras instituciones no han podido o no han querido hacer. Y aun así, su historia ha sido invisibilizada, reducida a cifras o discursos condescendientes. Es momento de reivindicar su lugar, no desde la lástima, sino desde el reconocimiento. Porque son parte fundamental de nuestro presente económico y social, y porque también representan lo mejor de México: dignidad, esfuerzo, resistencia. Porque la historia, más temprano que tarde, les hará justicia. ¡Sí se puede!