En Zacatecas, la política parece estar condenada a girar siempre alrededor del apellido Monreal. Hoy, Saúl, el más joven del clan, insiste en su deseo de gobernar el estado, a pesar de los candados jurídicos y estatutarios que Morena colocó justamente para evitar la reelección o la prolongación de cacicazgos locales. Pero al estilo Monreal, la regla escrita no es obstáculo, sino reto. Y el mensaje que lanza es claro: “Zacatecas nos pertenece, y nadie más que nosotros puede administrarlo”.
La apuesta de Saúl no se da en el vacío. Se acompaña de los movimientos de su hermano mayor, Ricardo, quien desde la Cámara de Diputados juega un ajedrez delicado: no aparece confrontado de manera abierta con la presidenta Claudia Sheinbaum, pero tampoco se muestra alineado, disciplinado ni entusiasta con el nuevo poder. Su rebeldía es más sutil, más de silencios, ausencias y votos calculados, pero igualmente significativa.
El problema para Morena es que los Monreal nunca fueron simples operadores de partido: han sido dueños de su propio proyecto político, capaz de negociar, confrontar y sobrevivir incluso en los escenarios más adversos. Saúl quiere gobernar, aunque la ley lo prohíba; Ricardo quiere permanecer en el tablero nacional, aunque eso implique marcar distancia con la línea presidencial.
La pregunta es si esta rebeldía será suficiente para mantener al clan en el poder, o si terminará por desgastar lo que aún queda de su influencia. Porque en política, como en la vida, no todo se resuelve con apellido ni con estrategia familiar. Y los tiempos de Morena ya no son los de López Obrador: Sheinbaum observa, mide y decide con frialdad quirúrgica.
El Monrealismo, en suma, está en resistencia. Y su desafío es demostrar que todavía tiene fuerza para imponer su voluntad, Saúl quiere gobernar Zacatecas, Ricardo quiere seguir siendo “factor” en la política nacional, y Morena quiere orden. Alguien tendrá que ceder
