Por décadas, el Partido Revolucionario Institucional creyó que su permanencia en el poder era un derecho natural, no un mandato popular. Sinaloa no fue la excepción: desde sus cúpulas locales se actuó con la misma soberbia que caracterizó al tricolor a nivel nacional. Hoy, sin embargo, los hechos indican que el PRI está más cerca de convertirse en un recuerdo que en una opción política viable rumbo al 2027.
Los comicios del año 2000, que llevaron por primera vez al PAN a la presidencia de la República, fueron una advertencia ignorada. En 2006, otra señal: el PRI quedó rezagado, sin fuerza presidencial ni liderazgo claro. Pero en vez de renovarse, el partido prefirió encapsularse, recurrir al reciclaje de sus cuadros y seguir confiando en sus viejas prácticas de control corporativo y clientelar.
En Sinaloa, esa ceguera estratégica tiene nombre y apellido. Aunque el actual dirigente estatal, César Gerardo Lugo, intente desmarcarse del pasado al asegurar que no es un “mono de pastel”, la realidad es terca. Lugo no opera por sí mismo, sino bajo la tutela del diputado local Bernardino Antelo Esper, quien a su vez responde a los intereses del exgobernador Mario López Valdez. Es decir, más que un liderazgo autónomo, el PRI sinaloense funciona como una pieza más del tablero de un grupo que se aferra al poder tras bambalinas.
Las ruedas de prensa que realiza el Comité Directivo Estatal del PRI no son otra cosa que actos protocolarios vacíos. Si su estrategia de comunicación política se limita a repetir lo que la ciudadanía ya sabe —que hay inseguridad, falta de servicios, violencia o corrupción— entonces el partido ha perdido la brújula. La política, decía Maquiavelo, “no se trata de decir la verdad, sino de hacerla creíble”. Pero ni eso logra ya el tricolor: ni convence, ni moviliza, ni construye.
Más grave aún es su nula estructura territorial. Aunque presuman lo contrario, el PRI no tiene comités municipales funcionando con eficacia ni bases sociales comprometidas. Lo que antes eran sectores vivos —el campesino, el obrero, el popular— hoy son cascarones inertes, ocupados por figuras que apenas sobreviven del nombre del partido. Las campañas recientes lo evidenciaron: candidatos sin respaldo, promotores sin territorio, líderes sin liderazgo.
Los pocos cuadros “activos” que aún quedaban en el partido están migrando a Morena o al Partido Verde. No lo hacen por convicción ideológica, sino por supervivencia política. Y es que, como bien dijo el escritor mexicano Octavio Paz: “el poder político es una forma de fe; y cuando esa fe se pierde, no hay estructura que la sostenga”. En el PRI esa fe ya se perdió, y con ella se va desmoronando toda posibilidad de resurrección.
Esa desbandada también obedece a una lógica heredada del priismo: su ADN lo empuja a inclinarse ante quien tenga el control del presupuesto y del aparato estatal. No hay convicción democrática ni defensa de ideales. Lo que hay es oportunismo, el mismo que permitió al PRI gobernar durante más de 70 años y que hoy, irónicamente, lo lleva a diluirse en las filas de sus antiguos adversarios.
Ante este panorama, la posibilidad de que el PRI pierda su registro en la elección de 2027 ya no es una hipótesis lejana, sino una probabilidad con fundamentos. Si hoy apenas logra el 3% de la votación en muchos distritos, si no tiene candidaturas competitivas, si carece de propuestas concretas y si sus líderes son vistos como peones de intereses oscuros, ¿cómo esperar un futuro distinto?
La respuesta del PRI a esta crisis existencial ha sido, otra vez, el autoengaño. Como si la simple permanencia garantizara relevancia. Como si el usar las siglas bastara para movilizar al electorado. Como si seguir colocando carteles con rostros sin carisma ni trayectoria fuera suficiente para competir en una sociedad cada vez más crítica e informada.
En Sinaloa, la situación es especialmente crítica. La falta de figuras nuevas, la dependencia de liderazgos caducos y la desconexión total con las juventudes condenan al PRI a ser espectador, no protagonista. Mientras tanto, los verdaderos actores de la escena política se mueven: Morena sigue sumando adhesiones, el Partido Verde pesca en el río revuelto, y otras fuerzas exploran nuevos liderazgos regionales.
“La política es el arte de lo posible”, escribió Maquiavelo. Pero para el PRI sinaloense, la política se ha reducido al arte de lo innecesario: conferencias vacías, declaraciones sin impacto y simulación permanente. Si no hay una reconstrucción profunda —no sólo de siglas, sino de principios, estructuras y rostros— lo más probable es que el 2027 sea su epitafio.
Y entonces sí, la historia juzgará con severidad. Porque tuvieron todas las oportunidades para reformarse, para escuchar, para adaptarse. Pero prefirieron la comodidad del pasado a la incertidumbre del cambio. Y en política, eso siempre se paga.
Al final, la ciudadanía decidirá. Pero como van las cosas, el veredicto parece estar escrito: el PRI, ese partido que una vez fue todo, puede terminar siendo nada.