Uno creería que el Senado de la República —esa Cámara que se ha querido vender como la de la “reflexión” frente al ímpetu de la Cámara de Diputados— tendría el mínimo decoro de sostener debates civilizados, de cuidar las formas y honrar la investidura que ostentan quienes se sientan en sus curules. Pero lo ocurrido entre Gerardo Fernández Noroña, presidente de la Mesa Directiva, y Alejandro “Alito” Moreno Cárdenas, presidente nacional del PRI, demostró que a la clase política mexicana le sobra el adjetivo y le falta, con urgencia, la sustancia.
Lo sucedido al término de la Comisión Permanente no fue un incidente menor. Fue un altercado físico, grabado en video, con frases que quedarán para el anecdotario de la política de barrio: “¡Te parto tu madre, cabrón!”, lanzó Moreno, mientras Noroña replicaba con un “¡No me toques!”. El espectáculo incluyó empujones, jaloneos y hasta golpes contra un colaborador de Noroña, que resultó con lesiones menores. El colofón: ruedas de prensa donde ambos políticos intercambiaron acusaciones como niños de secundaria. Noroña prometió denuncias penales por agresiones y amenazas de muerte; Alito justificó sus acciones como respuesta a la “intransigencia” del presidente del Senado.
Una fotografía basta para describir la escena: legisladores manoteando, vociferando, jalándose la ropa. Cualquiera que la observe, sin contexto, pensará que se trata de una riña callejera. Pero no, se trata del Senado de la República. Es lo que hay.
La Cámara Alta debería ser un contrapeso político, un espacio de equilibrio institucional. Sin embargo, lo que hoy se observa es su paulatina degradación. La presidencia de Adán Augusto López —quien, desde su llegada, barrió con las formas que aún quedaban— ha contribuido a normalizar la vulgarización del debate político. Arriba de Noroña y de Moreno está él, permitiendo que la Cámara se convierta en un espectáculo de gritos, desplantes y pendencias.
No sorprende, entonces, que lo más comentado del Senado en estos días no sean las iniciativas de ley, las discusiones presupuestales o los grandes problemas nacionales. Lo que ocupa titulares es la casa de más de 12 millones de pesos que Fernández Noroña compró en Tepoztlán y, por supuesto, la gresca con Alito. Como si la inseguridad que desangra al país, la precariedad laboral o el desmantelamiento institucional fueran temas menores.
La agenda legislativa está secuestrada por los egos de quienes confunden representación con espectáculo. En vez de dar soluciones, los senadores parecen disfrutar de enredarse en sus miserias personales, exhibiendo su capacidad de insultar y su disposición a empujarse, mientras las cámaras registran con morbo lo que debiera avergonzarnos como ciudadanos.
Podrá decirse que este tipo de incidentes son excepcionales, pero lo cierto es que cada vez son más frecuentes los episodios en los que nuestros representantes se transforman en pendencieros profesionales. En vez de discursos, golpes. En vez de acuerdos, insultos. En vez de debate, gritos. El mensaje hacia la ciudadanía es devastador: si así se comportan quienes deberían ser ejemplo de civilidad, ¿qué se espera del resto?
Algunos dirán que no pasa nada, que así son los políticos. Pero normalizar la vulgaridad es el camino más rápido hacia el descrédito total de las instituciones. La democracia se vacía de contenido cuando el Poder Legislativo, que debería encarnar la pluralidad y la deliberación, se reduce a un ring de boxeo.
El problema no es únicamente la anécdota de dos senadores peleando como adolescentes, sino lo que simboliza: la descomposición de la política mexicana, la pérdida del decoro, el desdén absoluto hacia la investidura. Alito y Noroña, en su mutua violencia, representan a una clase política que ha perdido cualquier noción de responsabilidad. Se saben impunes, se saben intocables, y actúan en consecuencia.
A México le urge un Senado que debata con altura, que se ocupe de los problemas que realmente importan: seguridad, economía, justicia, educación. Pero en lugar de eso, tenemos legisladores que prefieren el espectáculo. Que se preocupan más por la foto, el video viral, la frase insultante, que por la construcción de leyes que mejoren la vida de los ciudadanos.
Quizá la única forma de recuperar un poco de prestigio sería que personajes como Alito Moreno, Gerardo Fernández Noroña y Adán Augusto López se fueran a empujar a otro lado. Sus aportaciones al trabajo legislativo son nulas; en cambio, su talento para la pendencia es notable. Nadie los extrañaría si mañana abandonaran la política. Tal vez, incluso, el país agradecería el silencio.
Lo triste es que esto no ocurrirá. Seguirán ahí, aferrados a sus espacios de poder, convencidos de que la política se ejerce a gritos y manotazos. Y mientras tanto, los ciudadanos seguiremos atrapados en este circo vergonzoso, pagando el espectáculo con nuestros impuestos, observando cómo quienes deberían representarnos se degradan a sí mismos.
Porque al final, este episodio no es un accidente: es el reflejo fiel de la política mexicana de hoy. Una política que ha perdido la clase y la sustancia, que ha dejado de pensar en la nación y se complace en el escándalo. Una política donde, efectivamente, tenemos a los pendencieros de grandes ligas, pero no a los legisladores que el país necesita.